Trump y el problema de la representación

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Se acaba el 2016 y pareciera que no ha sido un buen año para la democracia. El Brexit, el referéndum en Colombia y la reciente elección de Donald Trump como Presidente de los Estados Unidos, parecen ser todos síntomas de un problema sistémico que viven las democracias en el mundo: los mecanismos de representación y decisión política resultan insuficientes para dar salida a los problemas generados por la desigualdad. Por lo mismo, han surgido críticas que cuestionan los procedimientos para tomar decisiones públicas. El problema, sin embargo, no es como tal de las democracias, sino de las alternativas políticas que se presentan en ellas y que han sido incapaces de superar la crisis de representación política en la que estamos inmersos.

Sin que resulte sorprendente, los tres eventos que menciono tuvieron sus arduos críticos, que cuestionaron, desde lo oportuno de llamar a los respectivos referéndums hasta la calidad de la candidatura de Hillary Clinton. Sin embargo, dos tipos particulares de críticas resaltan en todos los procesos, especialmente porque lo que critican no necesariamente son las características, el detalle o los resultados de los procedimientos, sino el procedimiento mismo que es la democracia (directa o representativa).

La primera crítica es la que cuestiona la validez de un proceso democrático por la calidad de sus ciudadanos. Esta es una vieja crítica a la democracia que yace en la idea de que una sociedad sin ciudadanos lo suficientemente educados está destinada a tomar malas decisiones, o que los procesos de elección directa tienden a tomar decisiones basadas en el hígado y no en la razón.

La segunda crítica, bastante popular en estos tiempos, se centra en la capacidad de representatividad de los gobiernos electos, y casi siempre viene del lado izquierdo del espectro político. La idea, en general, es que las elecciones celebradas en democracia están viciadas de origen, ya sea por las reglas electorales en las que juegan quienes son electos al gobierno o por la cercanía al poder que tienen varios grupos de interés, como Wall Street en Estados Unidos.

Sin embargo, por lo menos en Gran Bretaña y Estados Unidos, parece que lo que está en crisis no es la democracia en sí, sino el consenso liberal que se formuló en torno a ella en las últimas décadas. Un consenso que vendió, en el mismo paquete, la integración de los mercados internacionales y la desregulación de los mismos, con derechos y mecanismos de participación política democráticos. Y parece que en esta complicada relación, quien ha salido más beneficiado ha sido la globalización, no la democracia; por lo que recurrentemente es la segunda la que termina sirviendo a la primera, y no al revés. Un indicador que puede sustentar la anterior afirmación es que la mitad de la riqueza del mundo la concentra uno por ciento de la población. Evidentemente, ha habido otros indicadores que han mejorado a nivel mundial, como la pobreza y las tasas de mortalidad, pero esto no debería de quitar el acento en la desigualdad.

El problema no es, como tal, de los mecanismos o las instituciones democráticas, sino qué contenidos están llenando a la democracia. Si en Gran Bretaña y Estados Unidos parece haber latigazos tan fuertes hacia la globalización y sus consecuencias, es muy posible que se deba a los procesos de precarización laboral que se han invisibilizado por un relato de progreso que ha sido dominado por el consenso liberal; mismo que ha excluido a grupos de distintas demografías, incluyendo a gente blanca empobrecida. El racismo y la misoginia que vimos en la elección de Estados Unidos y el Brexit no son las causas del nativismo, sino las consecuencias de un proceso más profundo de recomposición socioeconómica a nivel mundial que hemos vivido los últimos treinta años.

Quizá la asociación casi intrínseca que se ha hecho entre los procesos de liberalización económica y la democracia tenga que cambiar. Gran parte de estos problemas han surgido porque no se ha encontrado una manera viable (dentro de los parámetros liberales de derechos políticos y económicos) de dar paso a un proceso de integración de mercados sin que esto implique necesariamente un aumento en la desigualdad económica en los países ricos y en vías de desarrollo. El regreso al nacionalismo que impulsan Trump y un par de políticos en Europa y Latinoamérica, se antoja como la salida fácil a estos problemas. No se sorprendan entonces de que el latigazo nativista resulte tan rentable en democracias consolidadas.

En ese sentido, las dos supuestas críticas a la democracia que he mencionado con anterioridad no han hecho sino agravar esa crisis. La primera, al invisibilizar los movimientos socioeconómicos que han generado perdedores dentro de la globalizacición y los han hecho ver simplemente como gente barbárica; y la segunda, al renunciar a participar en procesos institucionales de participación democrática. El gran reto al que nos enfrentamos todos, porque esto es un fenómeno global, es cómo superar estos problemas sin que las naciones caigan en la falsa salida nativista que ganó el pasado 8 de noviembre en Estados Unidos.

La salida no debe de ser en esos términos, que parece que solo reflejan lo peor de nosotros (machismo, racismo y xenofobia). Si el problema reside en los contenidos que se vierten en la democracia, entonces el reto es cambiar los mismos: cambiar la oferta política para buscar resolver los problemas que, hoy en día, solo encuentran representación en la demagogia nacionalista.

La desigualdad y la soberbia liberal de creer que el progreso ha sido equitativo para todos, son importantes responsables de esta crisis que estamos viviendo. Es hora de mirar con ojos críticos estos fenómenos, porque no parece que la crisis de representación que estamos viviendo se vaya a ir pronto. Nada podría ser más problemático para todos nosotros que dar un giro de 180 grados, y pasar del neoliberalismo económico que hoy vivimos al fascismo que está a la vuelta de la esquina.

 

Artículo publicado en Animal Político, el 15 de noviembre de 2016.


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